martes, 9 de diciembre de 2014

LA CORTINA DE NOPAL


José Luis Cuevas

No pretendo ningún liderato juvenil ni trato de reclutar rebeldes con que atacar el
infecto bastión de Bellas Artes. Me conformo con decir lo que siento que es, sin lugar
a dudas, el mismo sentir de otros individuos de mi generación, tanto en el arte como
en diferentes actividades intelectuales. Si mis declaraciones pueden ahora, o más
tarde, servir de algo a los nuevos creadores, me sentiré satisfecho de haber cumplido
con un deber. En caso de que nadie continúe en el futuro lo que yo ahora he
insinuado, también quedaré satisfecho, aunque toda mi generación se acomode y
prefiera, por cobardía, permanecer hundida en el lodazal. Me satisfará la idea de
que, al menos ante mi conciencia, exterioricé mi inconformidad con una situación
putrefacta de las llamadas actividades cultas.
No puedo intervenir en otros campos. Permítanme limitarme al mío, pero
esta vez, voy a emplear una forma narrativa, con el fin de que mi idea sea más
coherente. Así pues, comienzo mi relato, ceñido únicamente a las artes plásticas:
Juan es un escuintle de quince años. Su padre es zapatero o plomero u oficial
de secretaría, de esos que por diez pesos de mordida le resuelven a uno, dentro del
término legal, lo que sin mordida torna impunemente vanos meses.
Juan nació con una facultad que, no se sabe por qué
raro legado antiguo, ocurre con mucha frecuencia en la
población de la República Mexicana (esta facultad, debo anticiparlo,
no es la de la mordida, institución nacional que
circula por la sangre de todo el país); es una facultad para
crear otro mundo que no es el conocido, para crear el mundo del arte.
Juan se destaca en la primaria haciendo sus dibujos
con bastante competencia. Un inspector escolar ve los dibujos
de Juan y le recomienda a su maestro que lo estimule. Esto
sucede sin interrupción, y un día, corno premio, Juan entra
a una escuela de arte. Vamos a fingir que se trata de La Esmeralda, para precisar
mejor la fábula.
Juan pasa por todas las clases con igual competencia que la que le asistió en la escuela primaria.
Los profesores lo elogian, los compañeros lo admiran y Juan sale al terminar, con su
título en la mano. Hasta aquí va bien. México es un gran país con oportunidades
para todos. Hasta los escuintles que son hijos de mordelones o de zapateros, o de
plomeros, tienen acceso y derecho a la educación artística. El nuestro, ¡qué caray!,
es un gran país democrático. Todo este feliz desarrollo de mi narración sólo tiene
temporalmente una pequeña sombra, y es la de que el padre de Juan se ha
sentido defraudado, como plomero o como mordelón, porque piensa que su hijo
es un vago y que los dibujitos de viejas encueradas, son el resultado de
inconfesables vicios secretos. El padre de Juan es del pueblo y para él y los suyos
hace más de treinta años que se han venido pintando paredes en México, con frescos
y con otros procedimientos más veloces. Pero todos los procedimientos han sido
inútiles. El padre de Juan y su vecino y su hermano y todos los de su clase no han
visto jamás esas paredes en estos treinta años en que se les ha tenido como su
público favorito. Si han visto alguna, han coincidido con el guardián del edificio,
en que tienen "monotes atroces". Otros amigos del padre de Juan, de su misma
clase popular, han ido más lejos en apreciación y han rayado las pinturas, las han
revestido de improperios más allá del alcance de la mano, las han rayado a punta
de cortaplumas, las han vaciado de chapopote, etc.
Juan le ha fallado a su padre, que en estos treinta años no ha sabido
entender que el papel del artista es el de dirigirse al pueblo. Al menos así lo dice
una mayoría todopoderosa en su país... Juan no sabe qué hacer con su título ni con
los monotes que ha hecho en la escuela. Al llegar a su casa, no se los dejan colgar
porque la madre tiene en la sala retratos de Jorge Negrete y de Pedro Infante con
crespones de luto y un constante vaso de flores. El padre, por su parte, adorna el
interior de su armario con retratos refrescantes de la Peluffo y en su parte de
pared tiene una linda güera de la también refrescante coca-cola y un retrato del
Ratón Macías, a quien como buen mexicano, considera el mejor boxeador del
mundo. En su casa del pueblo, Juan no tiene espacio para sus obras. Un día,
sintiendo necesidad urgente de fumar, fue donde la tienda de la esquina y le
propuso un dibujo al dueño, hombre del pueblo, a cambio de un paquete de cigarrillos.
El hombre se rió y, se negó al trueque. En la casa de Juan, por otra
parte, jamás se habla de ningún artista de esos que se dicen apóstoles del pueblo.
En la casa de Juan se planta de las últimas aventuras galantes de María Félix y de
algún crimen sensacional. Nunca se ha tocado en la conversación el arte del
pueblo, que se supone es para el pueblo...
A Juan le mostraron en La Esmeralda una manera de hacer las figuras simplificadas,
con grandes manotas y piernotas, curvilíneas, ondulosas, planas, en escorzos de
efectos especiales, para que ciertos intelectuales digan que son obras "fuertes",
de gran ascendencia popular. No son obras bidimensionales. Más bien
tratan de lograr las tres dimensiones por un método casi automático, de
dibujo halagüeño, de línea uniforme y rígida intensidad. Con tal fórmula se
resuelve todo: lo mismo un hombre con paliacate que una india con flores en el
mercado, que un trabajador del petróleo, que una de esas maternidades
proletarias que se han estado reproduciendo durante más de treinta anos, sin
que haya intervenido, para bien de la cultura plástica mexicana, algún
malthusiano, o neomalthusiano que impida tan estéril repetición de la maternidad...
Juan no ha tenido acceso, ni en la escuela ni en la biblioteca pública de su
barrio, y mucho menos en el reposteril Palacio de Bellas Artes, a libros de arte
de otras partes. No tiene tampoco museos donde ver el arte extranjero de ahora
ni de antes. Cuando hay alguna exposición de un artista que no es mexicano o
que no sigue la tendencia que a él le enseñaron como única, sus compañeros le
dicen que no vale la pena, que eso hace daño y que pertenece a una humanidad
deshecha, crapulosa, a razas inferiores que nada tienen que ver con la grandeza y
la pureza de la raza mexicana, que es la única que tiene el predominio de la
verdad en el mundo. Alguno de esos compañeros en cierta ocasión le habla de un
tal Hitler que pensó esas cosas para una raza güera que habla con el esófago...
pero estaba equivocado... si Hitler hubiera conocido a la raza, mexicana, con sus
morochos de pelo azulado y liso y sus ojos almendrados y su dicción labial,
hubiera cambiado el motivo de su doctrina... estaba la raza superior en
Tenochtitlán y sus alrededores... era la raza que sabía qué era el arte... la
poseedora indiscutible de la verdad absoluta.
Así y todo, Juan ve un día en una librería de la Alameda una revista de
arte que contiene otras cosas, muy distintas a las que él hace. Algunas son
ininteligibles y otras le parecen absurdas, pero todo aquello le fascina. "Así que
hay otros pueblos que también hacen arte, además de México", se dice
sorprendido. Vuelve varias veces a la librería y comienza a ver algo dentro de lo
que era ininteligible. Lo absurdo empieza a adquirir lógica, todo se va ordenando
y configurando dentro de su rutina.
Juan ya no siente, después de vanas visitas a la librería, deseos de
continuar con lo que estaba haciendo. Aquellas ideas se le empiezan a meter
dentro de los temas locales que él diariamente ha venido tratando. Su pintura se
empieza a animar, a vivificar con otra idea. Es como esos hijos de india con
gringo que presentan mejores proporciones anatómicas y una belleza recóndita y
misteriosa, una posibilidad de ser más fuerte, sin dejar de ser lo que se es.
Juan necesita protección para su obra incipiente pues hasta ahora ha
vivido de lo que su proletario papá trae a la casa después de las mordidas en la
secretaría. Un amigo le habla del Salón de la Plástica Mexicana, como una solución.
Otro le aconseja formar parte de un frente nacional. Ambas soluciones le
garantizaran cierto respiro. Acude a la primera y para ello debe ver a un
funcionario abacial en el Palacio de Bellas Artes, a quien para nombrar de
alguna manera, bautizaremos como Víctor, aunque su apellido sea, o no, Reyes.
Su amigo lo lleva ante este apacible funcionario, pero antes lo previene de que no debe
mostrarle las obras de aburguesamiento capitalista que últimamente ha construido bajo
la influencia de nefastas revistas extranjeras. Juan insiste y, ante la persistencia de su
amigo consejero, admite una transacción: llevará esos y los trabajos anteriores.
El amanuense Víctor "Reyes", ante su solicitud, le presenta un
cuestionario en el que se pregunta si el artista pertenece a la Escuela Mexicana y
después le pide ver su carpeta. Juan empieza a mostrar dibujos y apuntes en
orden cronológico. Cuando el amanuense Víctor llega a los últimos que ha
hecho, le dice secamente a Juan: "¿Puede usted explicarme qué representan
estas monstruosidades que parecen extraídas de una sala de espera de un banco
de Wall Street.?” Juan se turbaba. El funcionario, con su carácter abacial,
debe seguir los dictados de la cursa a que pertenece, debe actuar como secretario
de uno de los tantos sindicatos de la inteligencia que proliferan en aquel
deslumbrante palacio cuya cortina espejeante fue ejecutada por Tiffany...
Juan sabe que puede perderlo todo y que si en esto falla, su padre lo obligará a
desempeñar innobles menesteres de aprendiz de mordelón... Juan transige
balbuceante, contesta al funcionario Víctor con el tratamiento adecuado:
"Compañero —le dice— estos trabajos están aquí por puritito error. Son de
un amigo extranjero, de obra y expresión descarnada, que me los dio a guardar.
Disculpe usted compañero Víctor..."
Todo se arregla y Juan pasa al Salón de la Plástica Mexicana. Más tarde,
siguiendo los consejos de otro amigo, solicita ingresar al frente nacional, donde
protegerán colectivamente sus errores y sus aciertos, siempre que no se aparte de
la línea trazada previamente por quién sabe qué "compañero". El resto de la
historia de Juan es de todos conocida. En el Salón y en el frente se imponen conquistas
por realizar. Tienen nuevas demandas: "¡Que se nos den muros para
decorar para el pueblo!" Los dos amigos de Juan le dicen que esa es la más
reciente y más patente demanda de la juventud briosa que pinta en México,
pero Juan ha leído en alguna historia de la pintura nacional que ese era el grito
hace casi cuarenta años y ha visto después que también se clamaba por lo mismo
hace un cuarto de siglo, y en el último decenio y hasta dentro del más reciente
lustro… Juan admite que todo aquel clamor no es muy nuevo pero a él le
conviene seguir con la mayoría. Quizá le caiga en manos una jugosa chambita...
Por si acaso, cuando los demás lo hacen, él también levanta el puño enardecido.
Así, pues, va madurando la carrera de Juan y tocando a su fin nuestro relato.
Juan protegido por instituciones oficiales y semioficiales, comienza a
progresar porque algo de talento tiene, a pesar de que no lo han dejado hacer lo
que él quería con su arte. Vende su obra, que él sabe pobre de espíritu y
estancada, a unos turistas que vienen a buscarla como recuerdo de viaje. No les
importa cómo están ejecutados los trabajos, siempre que vean que son temas de
México. En eso, sus amigos consejeros, del frente y del salón, coinciden con la
clientela del exterior.
Juan comienza a vender con regularidad al extranjero que pide temas
locales sin exigir calidad. Con los ahorros se casa. Observa que cuando viste a su
mujer de tehuana o de alguno de esos trates folklóricos, tan chulos, que lleva
Columba Domínguez en sus películas, los clientes pagan precios mejores. Ante
tantas ventas, ya la mujer de Juan no se quita ni para dormir el disfraz de
indígena... no vaya a ser que en la madrugada los despierte un comprador de
esos que trasnochan después de una visita al cabaret de moda.
Juan para mantener su éxito, hace toda clase de concesiones. Ante
todo, anda siempre con un overol, en plan de obrero, con burdo calzado, y
poblados bigotes zapatescos. Si sus figuras pintadas son masivas y corpulentas,
pero le encargan un mural de flacas emaciadas, Juan accede, porque en esa
transigencia le van unos cuantos tostones para su cuenta bancaria y algo de
publicidad por parte de los compañeros del frente.
Se deja proteger por esa crítica elogiosa y ditirámbica de los
simpatizadores de la causa y de los protectores del nacionalismo en el arte
mexicano. El sabe que Van Gogh es uno de los modificadores del impresionismo,
que es postimpresionista y que Giacometti es un viejo escultor (casi sesenta años)
suizo, de la escuela de París, que a ratos pinta. Pero cuando un crítico, quien
puede ser el decano, el presidente o quién sabe qué, de los críticos mexicanos, dice
que "Van Gogh era un fauve" confundiendo, por ignorancia o mala sintaxis, la
causa, con el efecto; o cuando con angelical ignorancia habla de un "joven pintor
francés Giacometti", Juan se queda callado. Si levanta alguna protesta, lo condenan
al silencio, a la ignorancia. Si rectifica a uno de esos barrocos comentaristas de
cuadros, corno el crítico señor X, cuyo gongorismo es uno de los enigmas del
sindicato de la cultura, se expone a un ostracismo perpetuo, al rencor permanente
de uno de esos frustrados pintores que, por no poder terminar un lienzo, obtienen su
columnata semanal de linotipo para desbarrar en nombre de un arte que según
ellos, se hizo para el pueblo, es decir, para la madre y el padre de ese satisfecho triunfador
que es Juan.
Juan además, en su reuniones periódicas de cafés, debe admitir ciertas consignas con las
cuales se cimenta el buen nacionalismo. El apoyo decidido, ciego, inconsulto a todo cuanto sea
pintorescamente mexicano, lo hará repetir los clisés acostumbrados para hacer operar
al nacionalismo. En estas ideas deberá mecanizarse, responder como resorte al criterio de sus compañeros. Por eso al gracioso analfabeto de Cantinflas lo considerará al mismo nivel,
o superior, que Chaplin, con su genio depurado, altamente intelectual. Tendrá que contentarse
con que a ese monumento de la cursilería que responde por Agustín Lara lo incluyan en
antologías que se dicen serias, de la poesía mexicana. Habrá que mantener
hasta la saciedad que Rufino Tamayo fue un traidor y negar con los mismos
argumentos superficiales su obra buena y sus malos trabajos, aduciendo
aquello de aparisinado, sin ir a fondo en el análisis. Si ese abarrotero de
lágrimas de sirvientas que se nombra Fernando Soler dijera que él hizo
neorrealismo cinematográfico antes que los italianos, lo admitirá paciente.
Repitiendo fórmulas, consignas, dogmas, Juan se sentirá fuerte y la fortaleza
le vendrá acondicionada por un clamor natural de sus compañeros de tarea y
por sus coetáneos intelectuales. Así, diciendo que el tequila es la mejor bebida
del mundo y que "Como México no hay dos" y que el resto del mundo
debiera alimentarse de enchiladas, así Juan se siente halagado, fortalecido,
seguro y comienza a perder todo deseo de progreso, toda intención de cambio.
Él es perfecto, la pintura que él hace no hay por qué cambiarla. Al fin y al
cabo anda, en rieles de terciopelo, por la "única ruta" posible para toda pintura.
Así, Juan se ha acomodado y protegido dentro de una cortina que no llamaremos
de humo, sino de nopal. Juan recibe, además, algunas recompensas extras a sus
ventas a los turistas y a sus murales encargados por el listado. Al través de una de
esas organizaciones de "izquierda", logra que lo inviten a uno de esos congresos
donde le ordenan repetir frases elaboradas dentro de otra cortina. Juan ha
salido de su cortina de nopal y no siente la diferencia. Su mente ha sido hecha.
Juan ya ha madurado y el éxito le ha sonreído. Aquí por fin terminó la historia
de Juan.
Esta es la historia de un personaje de ficción que he conformado con
personajes legítimos que viven y pululan alrededor de la cultura mexicana, la
asfixian, la amedrentan ante la pasividad o la cobardía de quienes no se
atreven a rebatir. La historia de Juan, no se me podrá negar, es absolutamente
feliz. Tirar el happy ending con que Hollywood nos entretiene en su mundo de
sueños. Pero el final feliz de la historia de Juan lo es de la pintura mexicana
actual.
Aunque feliz -hay que admitirlo- es irremisiblemente un final y yo me rebelo
a que la cultura esté dirigida a un final, por feliz y acomodaticio que sea.
Mi error es el de haberme puesto a representar la historia de Juan.
Cuando el abacial Víctor Reyes me dio un cuestionario que me interrogaba si
pertenecía a la Escuela Mexicana, respondí con una sacrílega pregunta. Cuando se
me encargó una serie de murales en los que tenía que subordinar (es decir,
claudicar) mi expresión pesimista frente a la vida, por una visión optimista, los
rechacé, a pesar de que se trataba de una oferta tentadora en todos los sentidos.
Yo no he querido ser corno Juan porque, desde muy joven, preferí luchar contra
los juanes, como francotirador, en total desacato a la vulgaridad, al
adocenamiento. a la superficialidad mediocre, al constante lugar común, pasado
de boca en boca, de apertura de exposición a mesa de café, sin interrupción y con
escasas variantes. Contra ese México ramplón, limitado, provincianamente
nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí
misino, contra ese México me pronuncio. Hasta el momento lo único que he
recibido son ataques personales, a pesar de que es a la representación y a la
proyección de los individuos lo que yo he atacado, nunca sus personas,
No me considero renovador ni reformador en arte. He tratado de
continuar dentro de una tradición en la que creo y a ella he querido incorporar
un poco de aliento distinto, algo que la lleve adelante. Si en mi país no gusta lo
que hago y recibo por ello improperios de orden personal —nunca una crítica
seria, juiciosa— debo buscar un medio más favorable para desarrollar .mi labor.
Debo considerar a la cortina de nopal como un fuerte inexpugnable. Creo
firmemente que no puede progresarse si no hay inconformidad, si no se hastía
uno de lo hecho un día y vuelve a empezar otro camino. Creo tener una dosis
indispensable de criterio para disentir de una forma de vida y de un
encallecimiento de la cultura. Creo tener el derecho, como ciudadano y como
artista, de oponerme a un estado mediocre y conformista de la creación
intelectual. Esa es mi falta imperdonable.
No se crea, por otra parte, que para mi no existe otro México más que
aquél que ataco. Hay otro México para mí, al que respeto y admiro como
incondicional. Es el México de Orozco, de Alfonso Reyes, de Silvestre Revueltas,
de Antonio Caso, de Carlos Chávez, de Tamayo, de Octavio Paz, de
Carlos Pellicer, de Carlos Fuentes, de Nacho López. Es un México serio,
estudioso, proyectado hacia afuera con prestigio pero generalmente atacado y
vilipendiado dentro de su propio país. Me siento orgulloso de que en México
se haya originado una empresa editorial como es la del Fondo de Cultura Económica.
Siento un indisimulable regocijo cuando en el extranjero me elogian
Los Olvidados y Raíces, películas que en mi país fueron fracasos de taquilla.
Todo este México es el que me alienta a protestar porque es el México universal y
eterno que se abre al mundo sin perder sus esencias.
Hay una generación joven en México que trae ideales afines con todo este
bloque de acción cultural que he mencionado. Yo deseo pertenecer a ella. No me
erijo en arbitro de nada ni pido que se siga mi ruta porque empiezo por
afirmar que no la considero única. Admito en arte todos los caminos que se
presentan como una prolongación generosa, amplia, de la propia vida. Quiero
en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto del mundo, no
pequeños caminos vecinales que conectan sólo aldeas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario